Me las he arreglado para hacerles creer a todos que soy cronista y —de semejante falacia— he logrado salirme con la mía.
Aunque la crónica ha sido mi compañera inseparable a través de los caminos del periodismo, lo digo con absoluta franqueza: todavía es la hora en que abuso del gerundio, sigo siendo malísimo para los remates y en ocasiones incurro en el pecado mortal del melodrama.
No sé si esta magna instancia —ante los colegas del jurado, que ha tenido la deferencia de otorgarme este galardón, un maestro del pensamiento universal como don Fernando Savater, y todo el estamento de la profesión que venero— sea la apropiada para salir a estas horas de la vida con una confesión de esa envergadura, pero bueno… algún día tenía que decirlo.
La verdad es que me volví impostor de la crónica porque los caudales de la vida no me dieron otra opción.
Mientras mis jóvenes colegas de hoy día leen en la primera página de los periódicos rígidas noticias sobre política, economía, orden público, gobierno y corrupción, yo bebí de una fuente muy distinta: la primera página de un periódico de mi infancia bien podía incluir, a cuatro columnas, una crónica de Juan Gossaín sobre Pambelé, con la particularidad de que por ninguna parte aparecía la palabra boxeo; u otra de José Cervantes Angulo, sintetizando todo el fenómeno del primer narcotráfico —la bonanza marimbera— a través de los ojos de un sicario pavoroso al que apodaban El Tin…
Así las cosas, cuando llevaba dos años ejerciendo de manera empírica el oficio, bajo la tutela implacable de mi maestra Olga Emiliani, me brotó orgánicamente la opción de transformar una noticia de cumplimento en una crónica humana y sincera. Me fue publicada. Así comenzó el cuidadoso cultivo de mi farsa.
Hoy he vuelto a cometer esa travesura casi que cotidianamente. Lo he hecho en radio, televisión, prensa y en todo medio en el que encuentro editor alcahueta dispuesto a creer lo que ya todos son culpables de creer.
A una fría noticia cotidiana, en virtud precisamente al fuero que me he ganado, me doy el lujo de verterla en una paila y llevarla al fogón de la crónica.
Pero no soy cronista por alguna recóndita verdad culinaria.
Lo soy más bien porque instintivamente considero que con mi producto me aproximo más a la verdad.
Tanto confío en lo anterior que tengo la certeza de que si a la Colombia contemporánea la hubiésemos relatado con temperatura de cronista —sin renunciar jamás a postulados básicos como el compromiso con la verdad y el equilibrio— tendríamos mucha más claridad sobre la dura realidad que nos asedia.
En algún momento llegué a pensar que esta guerra —cuyo fin ojalá esté tan cerca como lo intuyen nuestros corazones— era vista por el país como un macabro cotejo futbolístico, en la cual un día ganaban los unos por goleada y al siguiente lo hacían los otros por estrecho margen.
Tanto yo, como mis colegas que lideran medios de comunicación, estamos en mora de responderle al país por qué permitimos que el conflicto lo contaran las matemáticas y no la gramática.
Y cada vez me doy cuenta, con mayor claridad, de que el principal factor para ese vacío histórico es financiero. Pocos empresarios de medios creen que vale la pena tener en la redacción a un elemento que pase todo un día en pos de una gran historia, luego la mastique, la deglute, y la produzca con el exquisito recurso de la más poética sencillez.
Nos gusta más una moledora humana, que nos traiga tres buenas chivas, despachadas sin contemplaciones en seis gélidos párrafos.
Y aquí mi punto: si yo me las he arreglado para hacer creer que soy cronista, ¿por qué no permitir que esa misma treta la haga cualquier elemento de la redacción?
Jamás le he encargado una crónica a un periodista cualquiera de la redacción y siento que me haya decepcionado. No defiendo la crónica por algún motivo romántico, de poeta nostálgico. Lo hago porque creo que, a través del aprovechamiento pleno de los recursos del lenguaje, del vuelo del espíritu que ella implica, de las herramientas estilísticas que aporta, de la honestidad que demanda, de su exploración real del ser humano, nos aproximamos más a la verdad.
Por eso, al tiempo que agradezco desde lo más profundo de mi alma presente este homenaje, conmino al colegaje —y sobre todo al liderazgo de los medios— a abrir las compuertas de la crónica, el reportaje y géneros afines.
Nunca es tarde para ser sinceros. Nunca es tarde para decir a plenitud la verdad. Y es —a fin de cuentas— la manera más efectiva de canalizar toda esta divina pasión que nos despierta el oficio.
Recibo este premio a nombre del periodismo que con múltiples dificultades se realiza en la provincia colombiana, especialmente en nuestra querida Región Caribe. Aquí sigo aprendiendo cada día. Aquí, con una extraordinaria nómina de colegas y compañeros, rendimos el culto diario a la profesión más hermosa del mundo.
Muchas gracias.